Quiero dedicar el Mensaje de este año al tema de la narración, porque creo que para no
perdernos necesitamos respirar la verdad de las buenas historias: historias que construyan, no
que destruyan; historias que ayuden a reencontrar las raíces y la fuerza para avanzar juntos. En
medio de la confusión de las voces y de los mensajes que nos rodean, necesitamos una
narración humana, que nos hable de nosotros y de la belleza que poseemos. Una narración que
sepa mirar al mundo y a los acontecimientos con ternura; que cuente que somos parte de un
tejido vivo; que revele el entretejido de los hilos con los que estamos unidos unos con otros.
1. Tejer historias
El hombre es un ser narrador. Desde la infancia tenemos hambre de historias como tenemos
hambre de alimentos. Ya sean en forma de cuentos, de novelas, de películas, de canciones, de
noticias…, las historias influyen en nuestra vida, aunque no seamos conscientes de ello. A
menudo decidimos lo que está bien o mal hacer basándonos en los personajes y en las historias
que hemos asimilado. Los relatos nos enseñan; plasman nuestras convicciones y nuestros
comportamientos; nos pueden ayudar a entender y a decir quiénes somos.
El hombre no es solamente el único ser que necesita vestirse para cubrir su vulnerabilidad(cf. Gn
3,21), sino que también es el único ser que necesita “revestirse” de historias para custodiar su
propia vida. No tejemos sólo ropas, sino también relatos: de hecho, la capacidad humana de
“tejer” implica tanto a los tejidos como a los textos. Las historias de cada época tienen un “telar”
común: la estructura prevé “héroes”, también actuales, que para llevar a cabo un sueño se
enfrentan a situaciones difíciles, luchan contra el mal empujados por una fuerza que les da
valentía, la del amor. Sumergiéndonos en las historias, podemos encontrar motivaciones heroicas para enfrentar los retos de la vida.
El hombre es un ser narrador porque es un ser en realización, que se descubre y se enriquece en
las tramas de sus días. Pero, desde el principio, nuestro relato se ve amenazado: en la historia
serpentea el mal.
2. No todas las historias son buenas
«El día en que comáis de él, […] seréis como Dios» (cf. Gn 3,5). La tentación de la serpiente
introduce en la trama de la historia un nudo difícil de deshacer. “Si posees, te convertirás,
alcanzarás…”, susurra todavía hoy quien se sirve del llamado storytelling con fines instrumentales.
Cuántas historias nos narcotizan, convenciéndonos de que necesitamos continuamente tener,
poseer, consumir para ser felices. Casi no nos damos cuenta de cómo nos volvemos ávidos de
chismes y de habladurías, de cuánta violencia y falsedad consumimos. A menudo, en los telares
de la comunicación, en lugar de relatos constructivos, que son un aglutinante de los lazos
sociales y del tejido cultural, se fabrican historias destructivas y provocadoras, que desgastan y
rompen los hilos frágiles de la convivencia. Recopilando información no contrastada, repitiendo
discursos triviales y falsamente persuasivos, hostigando con proclamas de odio, no se teje la
historia humana, sino que se despoja al hombre de la dignidad.
Pero mientras que las historias utilizadas con fines instrumentales y de poder tienen una vida
breve, una buena historia es capaz de trascender los límites del espacio y del tiempo. A distancia
de siglos sigue siendo actual, porque alimenta la vida. En una época en la que la falsificación es
cada vez más sofisticada y alcanza niveles exponenciales (el deepfake), necesitamos sabiduría
para recibir y crear relatos bellos, verdaderos y buenos. Necesitamos valor para rechazar los que
son falsos y malvados. Necesitamos paciencia y discernimiento para redescubrir historias que nos ayuden a no perder el hilo entre las muchas laceraciones de hoy; historias que saquen a la luz la verdad de lo que somos, incluso en la heroicidad ignorada de la vida cotidiana.
3. La Historia de las historias
La Sagrada Escritura es una Historia de historias. ¡Cuántas vivencias, pueblos, personas nos
presenta! Nos muestra desde el principio a un Dios que es creador y narrador al mismo tiempo.
En efecto, pronuncia su Palabra y las cosas existen (cf. Gn 1). A través de su narración Dios
llama a las cosas a la vida y, como colofón, crea al hombre y a la mujer como sus interlocutores
libres, generadores de historia junto a Él. En un salmo, la criatura le dice al Creador: «Tú has
creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias porque son admirables tus obras […], no desconocías mis huesos. Cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra» (139,13-15). No nacemos realizados, sino que necesitamos constantemente ser “tejidos” y “bordados”. La vida nos fue dada para invitarnos a seguir tejiendo esa “obra admirable” que somos.
En este sentido, la Biblia es la gran historia de amor entre Dios y la humanidad. En el centro está
Jesús: su historia lleva al cumplimiento el amor de Dios por el hombre y, al mismo tiempo, la
historia de amor del hombre por Dios. El hombre será llamado así, de generación en generación,
a contar y a grabar en su memoria los episodios más significativos de esta Historia de historias,
los que puedan comunicar el sentido de lo sucedido.
El título de este Mensaje está tomado del libro del Éxodo, relato bíblico fundamental, en el que
Dios interviene en la historia de su pueblo. De hecho, cuando los hijos de Israel estaban
esclavizados clamaron a Dios, Él los escuchó y rememoró: «Dios se acordó de su alianza con
Abrahán, Isaac y Jacob. Dios se fijó en los hijos de Israel y se les apareció» (Ex 2, 24-25). De la
memoria de Dios brota la liberación de la opresión, que tiene lugar a través de signos y prodigios.
Es entonces cuando el Señor revela a Moisés el sentido de todos estos signos: «Para que puedas
contar [y grabar en la memoria] de tus hijos y nietos […] los signos que realicé en medio de ellos.
Así sabréis que yo soy el Señor» (Ex 10,2). La experiencia del Éxodo nos enseña que el
conocimiento de Dios se transmite sobre todo contando, de generación en generación, cómo Él
sigue haciéndose presente. El Dios de la vida se comunica contando la vida.
El mismo Jesús hablaba de Dios no con discursos abstractos, sino con parábolas, narraciones
breves, tomadas de la vida cotidiana. Aquí la vida se hace historia y luego, para el que la
escucha, la historia se hace vida: esa narración entra en la vida de quien la escucha y la
transforma.
No es casualidad que también los Evangelios sean relatos. Mientras nos informan sobre Jesús,
nos “performan”[1] a Jesús, nos conforman a Él: el Evangelio pide al lector que participe en la
misma fe para compartir la misma vida. El Evangelio de Juan nos dice que el Narrador por
excelencia —el Verbo, la Palabra— se hizo narración: «El Hijo único, que está en el seno del
Padre, Él lo ha contado» (cf. Jn 1,18). He usado el término “contado” porque el original
exeghésato puede traducirse sea como “revelado” que como “contado”. Dios se ha entretejido
personalmente en nuestra humanidad, dándonos así una nueva forma de tejer nuestras historias.
4. Una historia que se renueva
La historia de Cristo no es patrimonio del pasado, es nuestra historia, siempre actual. Nos
muestra que a Dios le importa tanto el hombre, nuestra carne, nuestra historia, hasta el punto de hacerse hombre, carne e historia. También nos dice que no hay historias humanas insignificantes o pequeñas. Después de que Dios se hizo historia, toda historia humana es, de alguna manera, historia divina. En la historia de cada hombre, el Padre vuelve a ver la historia de su Hijo que bajó a la tierra. Toda historia humana tiene una dignidad que no puede suprimirse. Por lo tanto, la humanidad se merece relatos que estén a su altura, a esa altura vertiginosa y fascinante a la que Jesús la elevó.
Escribía san Pablo: «Sois carta de Cristo […] escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios
vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de corazones de carne» (2 Co 3,3). El Espíritu
Santo, el amor de Dios, escribe en nosotros. Y, al escribir dentro, graba en nosotros el bien, nos
lo recuerda. Re-cordar significa efectivamente llevar al corazón, “escribir” en el corazón. Por obra
del Espíritu Santo cada historia, incluso la más olvidada, incluso la que parece estar escrita con
los renglones más torcidos, puede volverse inspirada, puede renacer como una obra maestra,
convirtiéndose en un apéndice del Evangelio. Como las Confesiones de Agustín. Como El Relato
del Peregrino de Ignacio. Como la Historia de un alma de Teresita del Niño Jesús. Como Los
Novios, como Los Hermanos Karamazov. Como tantas innumerables historias que han
escenificado admirablemente el encuentro entre la libertad de Dios y la del hombre. Cada uno de nosotros conoce diferentes historias que huelen a Evangelio, que han dado testimonio del Amor que transforma la vida. Estas historias requieren que se las comparta, se las cuente y se las haga vivir en todas las épocas, con todos los lenguajes y por todos los medios.
5. Una historia que nos renueva
En todo gran relato entra en juego el nuestro. Mientras leemos la Escritura, las historias de los
santos, y también esos textos que han sabido leer el alma del hombre y sacar a la luz su belleza,
el Espíritu Santo es libre de escribir en nuestro corazón, renovando en nosotros la memoria de lo
que somos a los ojos de Dios. Cuando rememoramos el amor que nos creó y nos salvó, cuando
ponemos amor en nuestras historias diarias, cuando tejemos de misericordia las tramas de
nuestros días, entonces pasamos página. Ya no estamos anudados a los recuerdos y a las
tristezas, enlazados a una memoria enferma que nos aprisiona el corazón, sino que abriéndonos
a los demás, nos abrimos a la visión misma del Narrador. Contarle a Dios nuestra historia nunca
es inútil; aunque la crónica de los acontecimientos permanezca inalterada, cambian el sentido y la perspectiva. Contarse al Señor es entrar en su mirada de amor compasivo hacia nosotros y hacia los demás. A Él podemos narrarle las historias que vivimos, llevarle a las personas, confiarle las situaciones. Con Él podemos anudar el tejido de la vida, remendando los rotos y los jirones.
¡Cuánto lo necesitamos todos!
Con la mirada del Narrador —el único que tiene el punto de vista final— nos acercamos luego a
los protagonistas, a nuestros hermanos y hermanas, actores a nuestro lado de la historia de hoy.
Sí, porque nadie es un extra en el escenario del mundo y la historia de cada uno está abierta a la
posibilidad de cambiar. Incluso cuando contamos el mal podemos aprender a dejar espacio a la
redención, podemos reconocer en medio del mal el dinamismo del bien y hacerle sitio.
No se trata, pues, de seguir la lógica del storytelling, ni de hacer o hacerse publicidad, sino de
rememorar lo que somos a los ojos de Dios, de dar testimonio de lo que el Espíritu escribe en los
corazones, de revelar a cada uno que su historia contiene obras maravillosas. Para ello, nos
encomendamos a una mujer que tejió la humanidad de Dios en su seno y —dice el Evangelio—
entretejió todo lo que le sucedía. La Virgen María lo guardaba todo, meditándolo en su corazón
(cf. Lc 2,19). Pidamos ayuda a aquella que supo deshacer los nudos de la vida con la fuerza
suave del amor:
Oh María, mujer y madre, tú tejiste en tu seno la Palabra divina, tú narraste con tu vida las obras
magníficas de Dios. Escucha nuestras historias, guárdalas en tu corazón y haz tuyas esas
historias que nadie quiere escuchar. Enséñanos a reconocer el hilo bueno que guía la historia.
Mira el cúmulo de nudos en que se ha enredado nuestra vida, paralizando nuestra memoria. Tus
manos delicadas pueden deshacer cualquier nudo. Mujer del Espíritu, madre de la confianza,
inspíranos también a nosotros. Ayúdanos a construir historias de paz, historias de futuro. Y
muéstranos el camino para recorrerlas juntos.
Roma, junto a San Juan de Letrán, 24 de enero de 2020, fiesta de san Francisco de Sales.
Franciscus
[1] Cf. Benedicto XVI, Carta enc. Spe salvi, 2: «El mensaje cristiano no era sólo “informativo”, sino
“performativo”. Eso significa que el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se
pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida».
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